Mi nieta me llevó a ver a Paul McCartney
Primero y antes que nada, ubiquemos al lector: el que firma esta crónica tiene 55 años.
Su nieta tiene 10.
Por lo tanto resulta inevitable proponer algunos paralelos entre ambos: Pilar (así se llama mi nieta) tiene la misma edad que yo tenía cuando conocí a Los Beatles.
Claro… sus diez años poco tienen que ver con aquellos diez años míos de los sesenta.
Bueno…tal vez debí haber pensado mejor esa frase antes de escribirla.
Creo que me apuré.
Tal vez nos parecemos más de lo que surge de una mirada superficial.
Tal vez me dejé llevar por la tecnología.
Ahora ya la escribí.
Lo que sucede es que ella tiene su propia computadora y su propia cuenta de correo electrónico y por sobre todas las cosas ella tiene un manejo cotidiano y natural de todo eso.
Ella es un modelo siglo XXI.
Ella baja sus canciones desde internet.
Ella es una nativa digital.
Yo soy un modelo 56.
Yo todavía guardo mis long play
Yo soy –en el mejor de los casos- un inmigrante digital.
Promediaban los sesenta y el que escribe esto no tenía siquiera una radio Spica.
Escuchaba -en una radio a válvulas- lo que elegían escuchar mis padres.
El Repórter Esso me llegaba por un cable muy grueso, bastante parecido a un cordón umbilical inalámbrico.
Y por allí no acostumbraba a transitar Paul.
La llegada de la televisión significó un cambio importante en mi casa y en mi barrio.
Pero seguíamos los niños de aquellos tiempos inhabilitados para oficiar de programadores.
La tecnología estaba en manos exclusivas de los adultos.
Abrir la heladera.
Esa era la acción más parecida a “manejar tecnología”.
Del televisor estábamos un poco más lejos.
Es que para cambiar de canal había que pararse, correr la silla, atravesar la habitación hasta el aparato, y…. clack, clack, clack.
Era imposible hacer eso y pasar desapercibido.
Los que conseguíamos atravesar el campo minado y llegar al comando de la tele sin ser alcanzados por la artillería enemiga, esos, los osados preadolescentes podíamos elegir libremente…
…entre cuatro canales en blanco y negro.
El permiso para manejar la tele llegó unos días antes que el cigarro o el trasnoche de cine de los sábados.
El conocimiento seguía estando en manos de los brujos de la tribu.
En realidad nosotros encontrábamos escasas oportunidades de elegir cualquier cosa en aquel país tan siglo XX.
¡Mis nietos eligen la ropa que van a ponerse!
¡Eso era impensable!
-Este es tu pantalón. Si te queda grande es porque era de tu hermano y si te queda chico es porque será de tu hermanito en unos días.
No te ponían la ropa para que te gustara.
Ni para que no te gustara.
Te la ponían.
¡Andá a calzarles unas skipis o un rompe-viento a tus nietos para que vayan al shopping!
¡Salís en los diarios! (¡Bah, en twitter!)
A los diez años no te preguntaban qué querías comer… te daban de comer.
A los diez años la maestra, el placero, el policía, el profe de gimnasia, el médico de familia, el cura y hasta el almacenero eran los representantes de tus padres en el exterior.
Embajadores plenipotenciarios.
Una verdadera red.
Dicho esto con tanto respeto como nostalgia.
A los diez años ya tenías religión, partido político y cuadro de futbol esperándote.
Dicho esto sin nostalgia ni respeto.
Está bien… a veces le embocaban.
Y en esa vida que nos tocó vivir… ¡¿Cómo pretender que pudiéramos elegir la música que debía escuchar toda la familia?! (Nota para las nuevas generaciones: no había auriculares, no había una notebook personal, no había MP3, no había una tele por habitación)
Elegir a los Beatles era ir a contramano de la vida ajena.
Porque había que elegirlos también para la abuela, para el padrino y para la visita.
Así que nos veíamos obligados a encontrarnos con los Beatles en los cumpleaños, en las tertulias bailables de casa de amigas y en el long play de algún privilegiado que tenía tocadiscos. (Nota para las nuevas generaciones: cuando se terminaba el disco, había que darlo vuelta. Del otro lado quedaba más)
Nos encontrábamos en la clandestinidad.
Elegir a los Beatles fue casi casi un acto de arrojo y de heroísmo.
Seguramente esa fue una de las razones de su éxito: la necesidad de generar una complicidad que tirara barreras, venciera obstáculos y acordara encuentros.
Mis primeros amores y desamores tuvieron a los Beatles de testigos.
Es imposible escuchar su música ahora sin que aparezcan aquellas caras, aquellas manos y aquellas miradas de los 60 y los 70.
Los Beatles me despertaron a la vida, me mantuvieron despejados por décadas y cuando parecía que el sueño comenzaba a llegar, Pilar me volvió a despertar.
Ella los descubrió solita, como se debe descubrir a los Beatles.
Alguien me dijo una vez: “el tango te espera”.
Y es cierto.
El tango tiene paciencia, tiene tiempo y tiene ganas de encontrarte.
Un domingo de mañana -sin que te des cuenta- no cambiás la radio en la que aparece Pichuco.
Un par de domingos después, lo buscás solito.
Yo creo que los Beatles también aprendieron a esperar.
Y como nuestros nietos no son de quedarse quietos, algunos de ellos salieron a su encuentro.
A mí me tocó una de esas.
A mí me tocó una nieta que ama a los Beatles con la misma intensidad con la que yo los amé.
Y esa es la primera clave a despejar: ¡¿Cómo es posible que exista algo tan pero tan descomunal que nos coloque a los dos en el mismo estante?!
Recuerdo que con mis hijos me encontré en Cortázar y en Sagan, en Érase una vez y en Verano Azul, en Quino y en Woody Allen.
Con Pilar me había encontrado en algún dibujo animado en el que yo me agachaba o en un juego de mesa en el que ella se ponía en puntas de pie.
Pero con mis hijos y con ella, a la vez… ¡en ningún lugar!
Hasta hoy.
¡¿Quién es este tipo que es capaz de alinearme con mi nieta?
Un lunes temprano -muy temprano para mi gusto- un pequeño sonido me avisó de la llegada de un correo electrónico a mi computadora.
“Abuelo: te invito a ver a Paul McCartney.
Me dijo Mauro que puede sacarnos las entradas.
Porfi.
Dale pelado, no te achiqués.
Pipi”
Ni en mis sueños más alocados había imaginado recibir de una nieta un mensaje como ese.
Por unos segundos -solo por unos segundos- me envolvió una sensación de satisfacción.
De proyecto de vida cumplido.
La semana pasó muy rápido.
Alimentada por la televisión, la expectativa creció desmesuradamente.
El domingo a la tarde pasé a buscarla por su casa.
Llegó corriendo hasta el auto.
Flaquita, pelo largo suelto, camperita en la mano, mochila con sus cosas, sonrisa recién estrenada y seguridades y certezas en cada paso que la acercaba hacia mí.
¿Mochila?
Me pregunté que tiene una niña de diez años para recoger antes de salir de su casa. Recordé mis manos de niño vacías y supuse que en todo caso, si algo había para llevar, mi madre se habría ocupado de eso.
Los 130 kilómetros que nos separaban de Montevideo nos volvieron a encontrar, esta vez con Paul sentado en el asiento de atrás.
Pilar había grabado en un CD las canciones que había averiguado conformarían el repertorio.
Y las cantamos juntos: yo con mi inglés de Capussoto y ella con uno de verdad.
Complicidad, volvía a ser la palabra que se colaba en el auto una vez más.
Tarde.
Como siempre.
Con las mejores excusas… pero tarde.
Como siempre.
Corriendo después de dejar el auto en algún lugar.
Corriendo de la mano, con semáforos en rojo que a mí me hacían dudar y a Pilar la frenaban.
Los dos estábamos molestos conmigo por llegar tarde.
Lo que significó compartir esa noche con Pilar y con unos miles de abuelas y abuelos, lo contaré otro día.
De cómo se me complicó para que ni mi nieta ni Paul se dieran cuenta que se me caían las lágrimas con Hey Jude, eso será motivo de otra crónica.
Hoy sólo quería desahogarme públicamente respecto a urgencias de complicidades (algunas de ellas intergeneracionales) y confirmar que Paul McCartney es una de las tirareras de las que le había hablado a Pilar hace unos años.
Hoy sólo quería preocuparme -con una buena cuota de exhibicionismo- respecto a una brecha que se viene ampliando con ciertos riesgos.
Hoy sólo quería compartir mi temor -levemente infundado- de terminar hablando en idiomas diferentes con nuestros nietos o –incluso- con nuestros hijos.
Hoy sólo quería compartir algunos miedos comunicacionales.
Lo que pasa es que no son frecuentes los espacios de encuentros (estas tirareras) y hay que estar atentos el día en que aparece uno.
Para identificarlos primero y para disfrutarlos plenamente después.
No sea cosa que se te pasen de largo y no te des cuenta.
Lo del 15 de abril no fue un espectáculo musical: fue un encuentro de generaciones.
¿No tendremos que proponernos generar otros espacios?
Más modestos.
Sin necesidad de traer a un Beatle al estadio.
Una hamaca, por ejemplo.
Insistir con las complicidades.
Disfrutarlas plenamente.
Que si la vida no es eso… ¿qué cosa será la vida?
¿Eh, Pilar?
Marciano Durán